The “Mayflower Madam,” Socialite Sydney Biddle Barrows, on Trial En febrero de 1984, una pista de un informante llevó a la policía de Nueva York a investigar un posible servicio de escolta ilegal llamado Cachet. En octubre, la policía tenía pruebas suficientes para allanar un apartamento del Upper West Side que aparentemente era la oficina de la red de prostitución. La dueña del apartamento, y directora ejecutiva de la operación, era una mujer que se identificó como Sheila Devin. Tanto la policía como el público se sorprendieron al descubrir que Sheila Devin era un alias de Sydney Biddle Barrows, una socialité que podía rastrear su ascendencia hasta el Mayflower . Los medios de comunicación nombraron a Barrows la "Señora Mayflower". En julio de 1985, Barrows puso fin a sus problemas legales al declararse culpable de promover la prostitución. Ella fue multada con $ 5,000. Ella podría haber enfrentado un máximo de siete años de prisión si la declararan culpable después de una declaración de no culpabilidad. Barrows manejaba un barco estrecho en Cachet. Sus empleados fueron multados de $ 10 a $ 25 por aumentar de peso o llegar tarde a las reuniones. Barrow requería que sus acompañantes se sometieran a chequeos médicos regulares y atendían a una clientela mayoritariamente de ejecutivos corporativos y jeques árabes. Los servicios costaban $ 200- $ 400 por hora, con una opción de noche de lujo que incluye cena, baile y un espectáculo por $ 2,000. Barrows aprovechó sus experiencias en lucrativas ofertas de libros y películas para televisión. Ahora es una consultora de servicio al cliente de alto nivel. |
La rápida evolución de las herramientas digitales está simplificando muchas funciones en el mundo editorial, prensa incluida. Al tiempo que agiliza enormemente la producción (las bobinas de papel y los paquetes de periódicos que antes viajaban en camiones durante horas, lo hacen ahora a través de la fibra óptica en un segundo, un clic), este progresivo robotizar tareas se lleva por delante viejos oficios analógicos o artesanales cuyo saber queda sólo para dar un ocasional brillo de calidad, un lujo esporádico que aporte el aroma de la antigua maestría. Entre ellos, el de dibujante de tribunales. En las películas de género judicial estadounidense, cuyo argumento consiste en el desarrollo de un proceso ante los tribunales, es frecuente que algún plano muestre entre el público a ese tipo que, enfrascado en sus cuadernos, dibuja rápidos apuntes de los personajes presentes en la sala: abogados, juez, acusados, testigos, miembros del jurado. Damos por sentado que tal oficio debe su existencia a la prohibición de captar fotografías durante los juicios, prohibición que efectivamente existe en la mayoría de los estados de la Unión, si bien cada juez tiene un margen de arbitrariedad al respecto. Sin embargo, esta norma explica la larga pervivencia del oficio, pero no su origen, anterior a la invención de la fotografía. Hay que remontarse bastante antes, cuando a finales del siglo XVII se celebraron en Massachusetts los juicios de Salem, en un clima de histeria colectiva y curiosidad morbosa. La mayoría de los colonos procedían de sectas puritanas europeas (tan radicales que en algún caso los echaban del viejo continente hacia el Nuevo Mundo para perderlos de vista) y proyectaban sobre la ancestral religión campesina, la brujería, un fantasear decididamente pornográfico, que se recreaba de modo convulso en la imaginación de orgías frenéticas, besos negros al diablo cabrío, enculamientos, copulaciones con íncubos y súcubos y todas las modalidades pecaminosas en el campo sexual. El proceso estuvo cargado de una calentura que incendiaba la curiosidad de los vecinos y llevó a los primitivos periódicos de entonces a encargar a algunos ilustradores que se convirtiesen en ojos de un público ávido de imágenes y testimonios lo más minuciosos posible; con pelos y señales, por así decir. Tras ese ya lejano momento fundacional, la colaboración del ilustrador fue en adelante solicitada cuando algún juicio creaba expectación, aunque en los años siguientes ninguno llegó a las cotas de Salem. Además, las publicaciones se confeccionaban a velocidad de tortuga, tipo a tipo: una periodicidad semanal ya era vertiginosa. En la rutina procesal que admitía la esporádica presencia de un dibujante discreto y silencioso no encajó en su momento, la segunda mitad del siglo XIX, el fotógrafo. Por una parte, cuestiones estrictamente pragmáticas: los aparatosos trípodes, el fogonazo del magnesio, la necesidad de que todo el mundo se paralizase para no salir movido; por otra, las jurídicas: el testimonio fotográfico, al registrar un gesto o postura anecdóticos, poco representativos (un bostezo, un pronto colérico…), y publicarlos con gran relieve como si fuesen significativos, podía influir en la imparcialidad del jurado y la ecuanimidad deseable en el público. Se consideró, además, que a menudo los participantes perderían la concentración a la hora de declarar, más pendientes de la pose con que aparecerían retratados, si el perfil sería el bueno, y si habían escogido ese día atuendo favorecedor, que de manifestarse de forma leal y sincera ante el tribunal. Ello sin contar con la protección de la imagen de los menores acaso involucrados, claro, y la necesaria intimidad del jurado. El oficio de dibujar en las cortes judiciales se convirtió en una salida más para el ejército de graduados de las innumerables escuelas de arte norteamericanas, y una especialidad para la que los ejercicios académicos preparaban con particular esmero: las largas sesiones de apuntes del natural encontraban ahora una aplicación práctica. Pero desde luego no es lo mismo estudiar a una estilizada modelo que a cada rato cambia de una postura armoniosa a otra, que a un psicópata deleznable, tal vez violador de niños o descuartizador de mujeres, cuya declaración ante el juez contamina con tonos siniestros la atmósfera de la sala. Al considerar las dificultades específicas del oficio, tales como la alta velocidad del trabajo, la urgencia y la precisión al cazar los detalles al vuelo, o el dominio extremo de los instrumentos de dibujo, no se repara lo bastante en esta otra dificultad de tener que contemplar de cerca a grandes criminales, verlos en plena expresión. Los casos que implican a algún astro del showbusiness como O. J. Simpson o Michael Jackson son los menos. Lo frecuente son asesinos sórdidos e incomprensibles como Charles Manson u otros diez mil, ajenos del todo a la fama. Por supuesto, no hay cada día casos sensacionales, de los que a criterio del redactor jefe merecen ilustración, pero el dibujante debe permanecer de guardia, como un bombero acuartelado. Entre tanto, y cada cual según su preferencia, cultiva como ejercicio otros géneros: paisajes, láminas de pájaros, cómic, pintura abstracta, caricaturas… Cuando es movilizado, recoge su equipo de campaña, el maletín con los cuadernos, lápices, pinceles, rotuladores, pasteles, etc., consigue la acreditación y, una vez en la sala tras pasar rígidas formalidades y controles, detector de metales y a menudo perros olfateadores, escoge entre el público el observatorio que le permita la visión adecuada: lo bastante próximo como para ver de cerca los rasgos de los personajes, pero no tanto como para perder de vista el recinto, el ambiente general del recinto. Desde ese punto observará con la máxima atención. Si no calcula bien la distancia y la iluminación es posible que necesite recurrir a binoculares, lo que complica el uso de las manos y puede irritar a algún juez. En los grandes juicios se juntan periodistas, familiares de testigos y encausados, estudiantes de derecho y ayudantes de los abogados. Si el dibujante no espabila, desde el sitio que le quede apenas verá otra cosa que cogotes. Su trabajo consiste en dibujar mucho, pero no incesantemente. Hay ratos para un estudio quieto del panorama, una concentrada espera del momento relevante. En ocasiones, un reo principal aparece un instante, jura, contesta con un par de monosílabos y se lo llevan otra vez a la celda. Entonces hay que extremar la retentiva, fijarse intensamente y memorizar los datos esenciales para a continuación fijarlos en el bloc. A lo largo de la jornada acumula varios apuntes rápidos, a elaborar en las horas siguientes, dentro del espídico ritmo al que en el siglo XX marchan periódicos y revistas. La mirada que se aplica es más documentalista que estética. Más antropológica. Busca capturar con máxima rapidez fisonomías, gestos característicos, posturas que expresan una psicología entera: antes la precisión y la carga informativa que el bello estilo o el trazo virtuoso. Y lo mismo al tratar el espacio, si se quieren sugerir las dimensiones de la sala, cómo se distribuyen en ella los participantes. Los grandes trabajos logrados en el género reúnen todos estos rasgos para transmitir la atmósfera del lugar, el ambiente emocional, la personalidad de los implicados, la viveza de las situaciones. En este punto debe mencionarse el célebre hito plasmado por el mexicano Bill Robles cuando captó el instante en que Charles Manson se abalanzó sobre el tribunal y fue placado en el acto por un vigilante. Momentos así, brillantes y anecdóticos, ganaron para el oficio la denominación de “artista corresponsal”, que hace justicia al lado periodístico del cometido, con su fuerte carga adrenalínica. Porque a la inquietante coincidencia en el mismo espacio con un criminal, ya señalada, se suma la responsabilidad de ser los únicos ojos habilitados para transmitir imágenes del acontecimiento: imágenes informativas que permitan a los lectores ávidos de datos trasladarse con la imaginación al candente escenario, exactamente como sucedía siglos atrás en el episodio de Salem. Hoy, con la costumbre de la fotografía, el vídeo y la retransmisión televisiva, esa avidez y esa exclusividad se han ido progresivamente desdibujando. En Estados Unidos hay unos cuantos maestros de la especialidad, con 30 o 40 años de oficio a las espaldas, recorriendo por el país cortes de diversa categoría, a sueldo de las grandes cabeceras (Washington Post, LIFE, New York Times, San Francisco Chronicle, etc.), agencias y periódicos locales. El mencionado Bill Robles ganó celebridad por el “apunte-instantánea” de Manson enloquecido, que tampoco es un dibujo de especial calidad, pero junto a su nombre deben aparecer Elizabeth Williams, Aggie Kenny, Richard Tomlinson, Janet Hamlin, Lou Chukman, Mona Shafer Edwards, Jane Flavell, Richard Johnson, Patrick Flynn, Brigitte Woosley, Vicki Ellen Behringer, Howard Brodie, Christine Cornell o Pat López. |
Número 5: David Breitbart. Breitbart lo ha visto todo durante sus más de 40 años como abogado. Defendió a algunos de los nombres más importantes en el mundo del crimen organizado, incluido el jefe de la familia criminal de Bonanno , Joseph Massino (antes de que decidiera convertirse en testigo del gobierno) y el narcotraficante Nicky Barnes . Fue su trabajo para Barnes, especialmente, lo que le valió una reputación de cinco estrellas entre los mafiosos. Mejor aún, después de un gran éxito particular para el capo de la droga de Nueva York, el grupo le organizó una fiesta y lo nombró " nigga honorario ". Número 4: Frank Ragano. Frank Ragano era de la vieja escuela. Defendió a mafiosos cuando todavía dirigían gran parte del país. Hombres como Santo Trafficante Jr. y Carlos Marcello, y el gran sindicalista Jimmy Hoffa. Cuando le dispararon a JFK y parecía factible que La Cosa Nostra estuviera involucrada en el golpe. ¿Dije factible? Según Ragano, la mafia definitivamente golpeó al presidente de los Estados Unidos. Afirmó que unos días antes de su muerte en 1987, el jefe de la mafia de Florida, Santo Trafficante Jr., le confesó que él y el líder de la mafia de Nueva Orleans, Carlos Marcello, habían arreglado el asesinato. Fue un error, confió Trafficante, “Carlos [Marcello] la cagó”, supuestamente dijo. "No deberíamos haber matado a John. Deberíamos haber matado a Bobby [Kennedy]”. Número 3: Gerald Shargel Gerald Shargel es el hombre al que recurren muchos de los principales jefes criminales de Estados Unidos y es considerado por unanimidad como uno de los mejores abogados defensores del país. The New Yorker lo describió una vez como “el mejor de su generación”. En 1990, se suponía que iba a representar a Salvatore Gravano en su juicio por crimen organizado junto con el coacusado John Gotti, pero cuando Gravano entregó las pruebas del estado, el plan cambió y Shargel se unió al equipo de Gotti y se enfrentó a Gravano de frente. Más recientemente, Shargel es conocido por defender a los peces gordos del hip hop como los dueños del sello discográfico Murder Inc. Irv y Chris Gotti (ese no es su nombre real, simplemente lo tomaron prestado de John Gotti para ganar algo de credibilidad en la calle) y al jefe del crimen convertido en magnate de la música. James "Jimmy Henchman" Rosemond. Obtuvo absoluciones para los falsos hermanos Gotti, pero vio a Rosemond ir a prisión de por vida por cargos de extorsión. Gana algo pierde algo. Número 2: Bruce Cutler Saul Goodman es conocido por su encanto y carisma en la sala del tribunal. Pero incluso él quedaría impresionado por el torbellino que es Bruce Cutler. No hay nada que Cutler no pueda o no quiera hacer para defender a sus clientes. Es mejor conocido por mantenerse erguido al lado y frente al infame jefe de la mafia de la familia criminal Gambino , John Gotti Sr. , y lograr que lo absolvieran en tres juicios separados. Sus éxitos en la corte le valieron a Gotti el apodo de "Teflon Don". Gotti finalmente fue condenado en un cuarto juicio, del cual Cutler fue expulsado. Si fue la ausencia de Cutler o el subjefe de Gotti, "Sammy the Bull" , el testimonio condenatorio de Gravano está en debate, pero Gotti fue declarado culpable y pasó el resto de su vida en prisión. Cutler continúa trabajando como abogado, pero también ha extendido sus alas fuera de la sala del tribunal, apareciendo en programas de televisión y películas. Número 1: Óscar Goodman. Con Saul Goodman todo se trata del ajetreo. Lo único es que no es tan bueno en eso. Sus contras son pequeñas. Nunca piensa en grande. Un hombre que siempre piensa en grande, es Oscar Goodman . Defendió a los jefes mafiosos más notorios de Estados Unidos, entre ellos el mafioso de Chicago Outfit y el capo de Las Vegas , Anthony "The Ant" Spilotro . Spilotro fue uno de los mafiosos más violentos y mortíferos que existen, pero se mantuvo fuera de prisión a lo largo de su carrera en Las Vegas gracias al arduo trabajo de su abogado de confianza Goodman. Goodman incluso se interpretó a sí mismo en la película Casino , compartiendo tiempo en pantalla con las estrellas de Hollywood Robert De Niro y Joe Pesci, quienes interpretaron a Spilotro en la película. Saul Goodman hubiera estado satisfecho con esa carrera. Aunque no Oscar Goodman. Todavía no había alcanzado su potencial y se convirtió en alcalde de la ciudad de Las Vegas. Así es, terminó convirtiéndose en el jefe de todo el maldito pueblo. |
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